Conservo un vívido
recuerdo de aquella conversación. Yo rozaría los siete años, y mi abuelo
ya estaba tocado por la enfermedad y el dolor.
“ Entonces, ¿cuándo
tú eras minero llegaste algún día al centro de la tierra? ”.
“Un
respeto, chaval, que aunque ahora no baje a la mina, yo nací, viví
y me moriré minero. En cuanto a tu ignorancia sobre las
excavaciones, te diré que si la tierra fuera del tamaño de un
huevo, el agujero más profundo jamás excavado por el hombre, sería
como un rasguño que, ni siquiera, atravesaría su cáscara.”
“¿Y
dónde está la mina más honda del mundo? ”, insistía yo.
“En
Sudáfrica; a 3.777 metros bajo tierra.” “¿Tú la has visto? ”,
preguntaba si aliento.
“¡Sí,
hombre, como está aquí al lado! ¿Tú sabes lo lejos que queda eso?
”
Y
desde ese día comencé a ahorrar una parte de mi paga semanal, para
realizar juntos el gran viaje. “¡Tú estás loco, hijo! ¡Lo que
costará el billete hasta allí! Vas a necesitar la paga de dos vidas
para reunir el dinero”.
Y, como siempre, tenía más razón que un
santo. Porque no he llegado a tiempo. Hoy, mi abuelo ha hecho su
descenso a tierra definitivo, no sin antes abrir una galería en mi
memoria y, especialmente, dejando el barreno de la promesa incumplida
explotando en mi corazón.
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