lunes, 28 de octubre de 2013
DESENTALLADA
Sara ya no mira las calorías que figuran en los envases. Hace tiempo que las acelgas y las manzanas dejaron de ser la base de su dieta.
Comienza a comprender que la decisión de hacerse vegetariana era una manera de intelectualizar un problema, pero no una decisión libre y reflexionada.
Ya no se siente culpable si alguna tarde no acude a yoga o coge el metro en lugar de usar la bici.
Tampoco se engaña pidiendo en las tiendas una talla 36, tratando de embutirse en ella. Ni se quita kilos cuando habla con las amigas, en un vano intento de resultar más liviana a las miradas ajenas. Y eso de ponerse de puntillas en la balanza para aligerar el peso, es historia.
Ya no elige entre cenar o tomar una copa. Ni bebe el agua por litros para llenarse el estómago y ahogar el hambre. Ni llora en silencio tras haberse provocado el vómito en un momento de desesperación.
Ya no come sola, como hacía, para evitar las críticas sobre su endeble alimentación y el sentimiento de culpabilidad de haber introducido en su cuerpo unos gramos más que algunos de los comensales que la acompañan.
Sara ya no se compara con la gente por la calle, escudriñando su peso. Ni se detiene a mirar las portadas de las revistas, sintiéndose el ser más obeso del mundo.
Todo cambió el día que mirándose por enésima vez al espejo, contemplando su enorme masa corporal, un pequeño flash, quizá un momento de lucidez, le devolvió una imagen esquelética y triste.
Su verdadera imagen.
Fue entonces cuando descubrió que dar la talla le estaba costando la vida, y decidió ser para siempre, una “desentallada”.
Por eso, Sara ya no cuenta las calorías que figuran en los envases.
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