Hacía
poco más de una semana que Raquel había tenido que dejar España
para irse a vivir a Estados Unidos.
Su
padre, que trabajaba en una gran empresa norteamericana, fue
trasladado de repente.
No
hubo tiempo para protestas ni lamentaciones. Casi ni para despedirse
de su amiga Irene. Se dieron un abrazo tan fuerte, que trocitos de
Irene se le quedaron pegados en la piel. Y no, no quería que se le
despegaran, porque así se encontraba menos sola a la hora de
enfrentarse al nuevo colegio, los compañeros desconocidos, el idioma
imposible...
Se
sentía triste y enfadada. Y le importaba muy poco el soleado clima
de California, el chalet con piscina y la corta distancia a
Disneyland. Los mayores tienen la mala costumbre de no consultar nada
a los pequeños y ella, a sus diez años, pensaba que algo tendría
que decir. Se trataba también de su vida. Y a pesar de las promesas
para compensar el dolor del cambio, tenía un pinchacito en mitad del
corazón, que la acompañaba a todos lados y le hacía llorar sin
motivo aparente. Quizá esta fuera la razón que decidió a su madre
a hacer realidad una de las más seductoras promesas.
-¿Qué
te parece si al salir del cole nos acercamos al Refugio de Animales?
–le sugirió, con una sonrisa tan abierta que parecía iba a
romperse por los lados-. Me han dicho que hay cachorritos recién
nacidos para adoptar.
-¿Podemos
ir hoy? ¿De verdad ?-respondió Raquel emocionada.
-Sí,
habría sido mejor a asentarnos un poco en la casa, y adaptarnos a
las novedades,
pero
creo que te vendrá bien. Quizá su compañía haga que todo te
resulte más fácil.
Ese
día no le importó en absoluto hacer mal el deletreo del
vocabulario, bajo la mirada comprensiva de Mrs. Jordan y las risitas
contenidas de Brenda y Morgan. Ni jugar sola en el patio, mientras
los demás corrían y gritaban despreocupados y alegres. Ni las dos
horas de clases de inglés de refuerzo junto a la dulce Natsumi que
compensaba su falta de comprensión con una sonrisa permanente
aunque
no viniera a cuento. Y Li Fang, que abría sus ojos rasgados
intentando encontrar un atajo al entendimiento. Natsumi, Li Fang,
Kruppa, Natasha, Kareen, Raquel...todos compartían la misma
imposibilidad de expresión, y ni siquiera eran capaces de entenderse
para consolarse unos a otros. Ponían ojos, sonrisas, gestos y
lágrimas ahí donde tenían que poner palabras.
Sentada
bajo el mástil de la bandera que ondeaba a la puerta del colegio,
esperó a que su madre llegara a recogerla. Un débil claxon la sacó
de sus pensamientos y de un salto se subió al coche.
-¿Vamos
a por el perrito, verdad? –confirmó Raquel, temiendo que la
promesa de la mañana se hubiera desvanecido en el transcurrir del
día .
-¡Pues
claro! He llamado para saber el horario y me han dicho que cierran en
media hora ¡Espero que lleguemos a tiempo!
El
Refugio era un inmenso laberinto lleno de jaulas donde perros de
todas las razas y edades ladraban y ladraban para llamar la atención
, Raquel y su madre torcieron por un largo pasillo y llegaron a una
zona más recogida, donde los ladridos sonaban más tenues y
lastimeros. Ante ellas se perfilaron cuatro bolas color canela
apretujadas una contra otra.
-¡Estos
son, Raquel! ¡Decide a cuál quieres elegir! ¿Chico o chica? –
preguntó su madre para ayudarle un poco en la difícil tarea de
selección.
-¡No
sé! ¡Son tan monos!- dijo Raquel, deseando llevarse a todos como
una colección de madejas pelirrojas- .Mejor un chico, ya que no he
tenido un hermano –señaló con aires de reproche- por lo menos
tendré un perro chico.
En
esa instante una de las bolitas se separó del resto y se acercó a
olisquear a Raquel a la reja de la jaula, perdiendo el equilibrio en
su proeza. Torpe, curioso, y con unos ojos tristes que partían el
corazón. Raquel le miró y comprendió que él y sólo él podría
ser SU PERRO, así con mayúsculas. Y lo adoptaron. No solo a él.
Sino a sus doscientas garrapatas que durante más de 15 días
tuvieron a Raquel ocupada al salir de clase. Y Gringo, que así fue
como lo llamó , todas las tardes se las pasaba en su regazo mientras
le extraía los bichos con las pinzas. Esto les unió más que
cualquier
otra
cosa, porque el cachorro parecía entender que Raquel le estaba
eliminando los restos de un pasado triste y le correspondía
lamiéndole las manos y la cara.
Libre
ya de parásitos, y más seguro sobre sus patas de pelusa, Gringo se
lanzó al universo que constituía para él el jardín. Le dio por
destrozar la dalias, y lo peor, traerlas como una gran trofeo entre
los dientes y ofrecérselas a la madre de Raquel. También le
apasionaban las zapatillas del padre, que devoraba con ansia y a
veces escondía entre sus tesoros. Raquel se encargaba de enseñarle
buenas maneras. A hacer sus necesidades en el rinconcito del jardín
destinado a ello y no junto a la piscina o encima de la tumbona. A no
comerse los cojines de las sillas de la terraza. A dar la patita y
sentarse. A ponerse de puntillas y bailar.
Así
Gringo fue creciendo en tamaño y habilidades, pero a Raquel se le
había olvidado enseñarle algo muy importante: la existencia de
otros seres más allá del jardín. Había vivido tan aislada en su
mundo, donde sólo existía cuidar y educar a Gringo, que pensó que
no hacia falta nada más. Pero tras la cuarentena de vacunas y la
prohibición de salidas al parque para evitar los contagios de
bichejos indeseables, Raquel decidió que era el momento de
presentarlo en sociedad. Y la sorpresa que se llevó fue mayúscula.
Gringo no soportaba que se acercara ningún perro a él, y a quien
osaba desafiarlo le respondía ladrando con fuerza y enseñando su
incipiente dentadura , Tampoco se distinguía por su simpatía hacia
los niños que intentaban acariciar su lomo: su habitual gesto
apacible se transformaba en un mohín violento. Raquel no sabía qué
hacer. No comprendía cómo un perro tan dulce y cariñoso con ella y
su familia era capaz de transformarse en un ser fiero con los
extraños. La gente se alejaba de él, mirando luego a Raquel con
cara de espanto. Su poca seguridad se vino abajo como un castillo de
naipes y decidió no volver al parque. Gringo no tenía por qué
sufrir, ni ella tampoco. En su jardín tenía suficiente espacio para
correr y jugar, y nadie les molestaba.
Hasta
que un día llegó un jardinero a casa de Raquel. Entró de repente
con el cortacésped eléctrico encendido, un artilugio ruidoso y
absolutamente desconocido para Gringo, quien con el pánico
instalado
en cada palmo de su cuerpo comenzó a ladrar con desesperación, pero
al comprobar que la máquina seguía avanzando por su territorio sin
detenerse, se abalanzó sobre la parte que le debió parecer más
frágil de la máquina : que no era otra que EL JARDINERO,
mordiéndole los tobillos, las manos...y todo lo que se pusiera por
delante. El padre de Raquel en su intento de separarles, también se
llevó su ración de mordiscos.
Dieron
igual los ruegos, las promesas y las lágrimas de Raquel. Gringo se
fue de vuelta al Refugio. Sus padres no permitieron que permaneciera
en casa ni un día más, temerosos de que pudiera repetir el ataque a
cualquiera, incluso a Raquel.
Habían
pasado más de seis meses de su llegada, y para entonces, Raquel ya
encontraba palabras en inglés para explicarle a Natsumi lo que había
sucedido, y esta entendió lo suficiente para eliminar su sonrisa
eterna y dibujar una mueca triste. Y Li Fang, por una vez, cerró sus
ojos siempre abiertos, moviendo la cabeza con pena.
Al
dolor de la pérdida se unía un sentimiento de culpa. Ella y sólo
ella era la responsable, se repetía constantemente , martilleando su
conciencia.
Si
algo tuvo de bueno la ausencia de Gringo fue que obligó a Raquel a
mirar hacia otro lado. Y muy cerca, estaban como siempre, Kruppa,
Kareen, Li Fang, Natsumi...y hasta Brenda y Morgan que ya no ser
reían de ella, y Mrs. Jordan , que ya no la miraba con compasión,
porque Raquel comenzaba a manejarse con bastante soltura en inglés
y, al contrario de Gringo, había dejado de tener miedo a los otros
seres que se encontraban a su alrededor, a fuerza de rozarse cada día
con ellos.
Algunos años después, una de esas mañanas soleadas de California , azul de cielo y aire cálido envolviéndolo todo , Raquel llenó su coche de maletas, consejos de sus padres, buenos deseos de sus numerosos amigos y muchísimas ilusiones, y se marchó a iniciar su primer curso de veterinaria en la Universidad. De repente, un cartel en un desvío con el nombre de El Refugio llamó su atención y con un gesto instintivo, giró y se dirigió hacia él.
Habían
pasado 8 años pero, en una jaula aislada del resto, descubrió una
bola peluda, grande y gorda de color canela, con dos ojos de azabache que parecían húmedos y emocionados,
y un rabo que se movía sin parar como un látigo enloquecido. Acercó
su cara a la reja y unos lametones le robaron las lágrimas que se
deslizaban por su cara. Ahí estaba su Gringo. Sólo y encerrado en
un mundo donde no pudiera herir ni ser herido. Pero no lo estaría
por mucho tiempo, porque Raquel sintió que le debía a su perro una
segunda oportunidad, esa que ella tuvo, y que a él le arrebataron a
la primera de cambio, y decidió que era el mejor momento para
dársela. Así que sin dar explicaciones ni hacerse muchas preguntas,
lo adoptó en ese instante. Y sentándolo en el asiento del copiloto
con la ventanilla bajada, Gringo comenzó a olisquear la libertad en
el camino hacia su nueva vida.
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