lunes, 19 de enero de 2015

MORDISCOS COLOR CANELA

Hacía poco más de una semana que Raquel había tenido que dejar España para irse a vivir a Estados Unidos.
Su padre, que trabajaba en una gran empresa norteamericana, fue trasladado de repente.
No hubo tiempo para protestas ni lamentaciones. Casi ni para despedirse de su amiga Irene. Se dieron un abrazo tan fuerte, que trocitos de Irene se le quedaron pegados en la piel. Y no, no quería que se le despegaran, porque así se encontraba menos sola a la hora de enfrentarse al nuevo colegio, los compañeros desconocidos, el idioma imposible...
Se sentía triste y enfadada. Y le importaba muy poco el soleado clima de California, el chalet con piscina y la corta distancia a Disneyland. Los mayores tienen la mala costumbre de no consultar nada a los pequeños y ella, a sus diez años, pensaba que algo tendría que decir. Se trataba también de su vida. Y a pesar de las promesas para compensar el dolor del cambio, tenía un pinchacito en mitad del corazón, que la acompañaba a todos lados y le hacía llorar sin motivo aparente. Quizá esta fuera la razón que decidió a su madre a hacer realidad una de las más seductoras promesas.
-¿Qué te parece si al salir del cole nos acercamos al Refugio de Animales? –le sugirió, con una sonrisa tan abierta que parecía iba a romperse por los lados-. Me han dicho que hay cachorritos recién nacidos para adoptar.
-¿Podemos ir hoy? ¿De verdad ?-respondió Raquel emocionada.
-Sí, habría sido mejor a asentarnos un poco en la casa, y adaptarnos a las novedades,
pero creo que te vendrá bien. Quizá su compañía haga que todo te resulte más fácil.
Ese día no le importó en absoluto hacer mal el deletreo del vocabulario, bajo la mirada comprensiva de Mrs. Jordan y las risitas contenidas de Brenda y Morgan. Ni jugar sola en el patio, mientras los demás corrían y gritaban despreocupados y alegres. Ni las dos horas de clases de inglés de refuerzo junto a la dulce Natsumi que compensaba su falta de comprensión con una sonrisa permanente
aunque no viniera a cuento. Y Li Fang, que abría sus ojos rasgados intentando encontrar un atajo al entendimiento. Natsumi, Li Fang, Kruppa, Natasha, Kareen, Raquel...todos compartían la misma imposibilidad de expresión, y ni siquiera eran capaces de entenderse para consolarse unos a otros. Ponían ojos, sonrisas, gestos y lágrimas ahí donde tenían que poner palabras.
Sentada bajo el mástil de la bandera que ondeaba a la puerta del colegio, esperó a que su madre llegara a recogerla. Un débil claxon la sacó de sus pensamientos y de un salto se subió al coche.
-¿Vamos a por el perrito, verdad? –confirmó Raquel, temiendo que la promesa de la mañana se hubiera desvanecido en el transcurrir del día .
-¡Pues claro! He llamado para saber el horario y me han dicho que cierran en media hora ¡Espero que lleguemos a tiempo!
El Refugio era un inmenso laberinto lleno de jaulas donde perros de todas las razas y edades ladraban y ladraban para llamar la atención , Raquel y su madre torcieron por un largo pasillo y llegaron a una zona más recogida, donde los ladridos sonaban más tenues y lastimeros. Ante ellas se perfilaron cuatro bolas color canela apretujadas una contra otra.
-¡Estos son, Raquel! ¡Decide a cuál quieres elegir! ¿Chico o chica? – preguntó su madre para ayudarle un poco en la difícil tarea de selección.
-¡No sé! ¡Son tan monos!- dijo Raquel, deseando llevarse a todos como una colección de madejas pelirrojas- .Mejor un chico, ya que no he tenido un hermano –señaló con aires de reproche- por lo menos tendré un perro chico.
En esa instante una de las bolitas se separó del resto y se acercó a olisquear a Raquel a la reja de la jaula, perdiendo el equilibrio en su proeza. Torpe, curioso, y con unos ojos tristes que partían el corazón. Raquel le miró y comprendió que él y sólo él podría ser SU PERRO, así con mayúsculas. Y lo adoptaron. No solo a él. Sino a sus doscientas garrapatas que durante más de 15 días tuvieron a Raquel ocupada al salir de clase. Y Gringo, que así fue como lo llamó , todas las tardes se las pasaba en su regazo mientras le extraía los bichos con las pinzas. Esto les unió más que cualquier
otra cosa, porque el cachorro parecía entender que Raquel le estaba eliminando los restos de un pasado triste y le correspondía lamiéndole las manos y la cara.
Libre ya de parásitos, y más seguro sobre sus patas de pelusa, Gringo se lanzó al universo que constituía para él el jardín. Le dio por destrozar la dalias, y lo peor, traerlas como una gran trofeo entre los dientes y ofrecérselas a la madre de Raquel. También le apasionaban las zapatillas del padre, que devoraba con ansia y a veces escondía entre sus tesoros. Raquel se encargaba de enseñarle buenas maneras. A hacer sus necesidades en el rinconcito del jardín destinado a ello y no junto a la piscina o encima de la tumbona. A no comerse los cojines de las sillas de la terraza. A dar la patita y sentarse. A ponerse de puntillas y bailar.
Así Gringo fue creciendo en tamaño y habilidades, pero a Raquel se le había olvidado enseñarle algo muy importante: la existencia de otros seres más allá del jardín. Había vivido tan aislada en su mundo, donde sólo existía cuidar y educar a Gringo, que pensó que no hacia falta nada más. Pero tras la cuarentena de vacunas y la prohibición de salidas al parque para evitar los contagios de bichejos indeseables, Raquel decidió que era el momento de presentarlo en sociedad. Y la sorpresa que se llevó fue mayúscula. Gringo no soportaba que se acercara ningún perro a él, y a quien osaba desafiarlo le respondía ladrando con fuerza y enseñando su incipiente dentadura , Tampoco se distinguía por su simpatía hacia los niños que intentaban acariciar su lomo: su habitual gesto apacible se transformaba en un mohín violento. Raquel no sabía qué hacer. No comprendía cómo un perro tan dulce y cariñoso con ella y su familia era capaz de transformarse en un ser fiero con los extraños. La gente se alejaba de él, mirando luego a Raquel con cara de espanto. Su poca seguridad se vino abajo como un castillo de naipes y decidió no volver al parque. Gringo no tenía por qué sufrir, ni ella tampoco. En su jardín tenía suficiente espacio para correr y jugar, y nadie les molestaba.
Hasta que un día llegó un jardinero a casa de Raquel. Entró de repente con el cortacésped eléctrico encendido, un artilugio ruidoso y absolutamente desconocido para Gringo, quien con el pánico
instalado en cada palmo de su cuerpo comenzó a ladrar con desesperación, pero al comprobar que la máquina seguía avanzando por su territorio sin detenerse, se abalanzó sobre la parte que le debió parecer más frágil de la máquina : que no era otra que EL JARDINERO, mordiéndole los tobillos, las manos...y todo lo que se pusiera por delante. El padre de Raquel en su intento de separarles, también se llevó su ración de mordiscos.
Dieron igual los ruegos, las promesas y las lágrimas de Raquel. Gringo se fue de vuelta al Refugio. Sus padres no permitieron que permaneciera en casa ni un día más, temerosos de que pudiera repetir el ataque a cualquiera, incluso a Raquel.
Habían pasado más de seis meses de su llegada, y para entonces, Raquel ya encontraba palabras en inglés para explicarle a Natsumi lo que había sucedido, y esta entendió lo suficiente para eliminar su sonrisa eterna y dibujar una mueca triste. Y Li Fang, por una vez, cerró sus ojos siempre abiertos, moviendo la cabeza con pena.
Al dolor de la pérdida se unía un sentimiento de culpa. Ella y sólo ella era la responsable, se repetía constantemente , martilleando su conciencia.
Si algo tuvo de bueno la ausencia de Gringo fue que obligó a Raquel a mirar hacia otro lado. Y muy cerca, estaban como siempre, Kruppa, Kareen, Li Fang, Natsumi...y hasta Brenda y Morgan que ya no ser reían de ella, y Mrs. Jordan , que ya no la miraba con compasión, porque Raquel comenzaba a manejarse con bastante soltura en inglés y, al contrario de Gringo, había dejado de tener miedo a los otros seres que se encontraban a su alrededor, a fuerza de rozarse cada día con ellos.

Algunos años después, una de esas mañanas soleadas de California , azul de cielo y aire cálido envolviéndolo todo , Raquel llenó su coche de maletas, consejos de sus padres, buenos deseos de sus numerosos amigos y muchísimas ilusiones, y se marchó a iniciar su primer curso de veterinaria en la Universidad. De repente, un cartel en un desvío con el nombre de El Refugio llamó su atención y con un gesto instintivo, giró y se dirigió hacia él.
Habían pasado 8 años pero, en una jaula aislada del resto, descubrió una bola peluda, grande y gorda de color canela, con dos ojos de azabache que parecían húmedos y emocionados, y un rabo que se movía sin parar como un látigo enloquecido. Acercó su cara a la reja y unos lametones le robaron las lágrimas que se deslizaban por su cara. Ahí estaba su Gringo. Sólo y encerrado en un mundo donde no pudiera herir ni ser herido. Pero no lo estaría por mucho tiempo, porque Raquel sintió que le debía a su perro una segunda oportunidad, esa que ella tuvo, y que a él le arrebataron a la primera de cambio, y decidió que era el mejor momento para dársela. Así que sin dar explicaciones ni hacerse muchas preguntas, lo adoptó en ese instante. Y sentándolo en el asiento del copiloto con la ventanilla bajada, Gringo comenzó a olisquear la libertad en el camino hacia su nueva vida.